Siempre he creído que las cosas que ocurren nunca pasan porque sí, sino que todo lo que se va
viviendo en diferentes trayectos, al final siempre tiene un para qué. Un sentido.
Y eso es lo que encontré cuando finalicé un trayecto poco claro, turbio y en el que no veía luz por ningún sitio: sentido. Pero no cualquier sentido sino en toda su expansión, el sentido de vivir.
El maltrato es doloroso. Es como si te golpeasen el alma una y otra vez. Como si te agujereasen tanto por dentro que sintieras el cuerpo partirse en dos. Te duelen los poros de la piel. Te duele respirar. Te duele vivir.
Te planteas una y otra vez por qué a ti, qué hiciste mal o simplemente, qué no hiciste.
Pero en todo ese trayecto, supe que de alguna manera (aunque intuía que no fácil), volvería a encontrar luz. Luz necesaria no sólo para alumbrar mi camino, sino para intentar alumbrar el de aquellas personas que, al igual que yo, saben lo que es estar al borde de caerse al abismo y no
encontrar por ningún sitio "esa linterna vital".
Cuando estuve en el suelo y me levanté, fue cuando comencé a entender que lo que había vivido, sería un regalo de alguna manera. (Aunque no pudiera comprenderlo en ese momento). Porque eso me daría la clave no sólo para mantener luz dentro de mí, sino para poder crearla siempre que como aquella vez, me vuelva a encontrar cara a cara con la oscuridad, y nos miremos a los ojos tan
directamente como si de echar un pulso se tratara.
Y así ha sido.
Cuando echo la vista atrás, pienso: "Es cierto. Ha sido un completo y total regalo porque sin ello, y sin todo lo que generó en mí, no habría sido CONSCIENTE. Nunca me habría conocido. Nunca habría sabido lo que alberga un ser humano. Nunca habría sabido lo que es la vida de verdad".
Todos los días vivimos viendo lo que tenemos, lo que hemos construido. Lo que somos. Pero un buen día, puedes ver tambalear todos los cimientos, todos los valores que te han enseñado, todo lo que consideras que debería ser y no es, todo lo que crees obvio, todo lo que ha ido forjando tu sistema
vital, todo lo que eres...
Y de golpe, en milésimas de tiempo, todo eso se derriba.
Debes volver a construir tus propias "pirámides de Egipto". Peldaño a peldaño. Paso a paso. Y te caes. Retrocedes. Temes. Sangras por el camino. Te haces daño. Te tropiezas con piedras. Sientes en tu propia piel la sensación de caer sin poderte levantar. Sientes dolor de espíritu.
Dolor del propio dolor que tienes dentro de ti.
Pero aunque sea duro, nunca pienses en dejar de construirlas. Nunca sabes lo que encontrarás al otro lado.
Tal vez lo nuevo que construyas no sea igual que lo que tenías y no tengan las mismas emociones y sensaciones del principio. La misma inocencia. Pero, ¿sabes una cosa? Que ahora tendrás algo que antes no tenías: herramientas más que suficientes para poder vivir. Tendrás recorrido. Aprendizaje. Y tal vez, algo de sabiduría. (Y digo algo, porque nunca se está saciado de aprendizajes y vueltas por las
que te puede hacer viajar la vida).
Esta nueva pirámide, me ha enseñado a ver sin mirar directamente qué es una persona. A conocer todas sus caras. Pero no sólo las malas...sino también las buenas y apreciarlas allá por donde quiera
que vaya.
Una vez que sangras a lo grande, que te deshaces y vuelves a armarte igual que un ave fénix, no es difícil compadecerte de quiénes te llevaron por aquel camino, porque en el fondo han sido grandes
Maestros. Con M mayúscula.
Y sin saberlo, aunque quisieran empequeñecerte como si en verdad fueran un reflejo sobre el que se miran, te han regalado algo muy valioso: Saber cuál es el real motivo de estar viva.
Ana G.E. Robles ©
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