"Para que exista la calma, primero debe haber una causa que genere un caos" (Teoría del Caos)
Cuando vamos alzando la vista hacia adelante y poco a poco vamos trazando nuestra historia, recorremos un camino. El nuestro. Y ese es el mejor que podríamos vivir aunque a veces se torne realmente turbulento.
Lo que le da sentido verdadero a ese camino, es la enseñanza durante el transcurso y el sentido del final. Porque será lo más valioso.
Ese aprendizaje me gusta llamarlo crecimiento de Alma. Algo que nos ocurre a todos a lo largo de nuestra vida.
En parte, agradecerás atravesar arenas movedizas a tales magnitudes, donde tus pasos tambalearán en gran medida por un gran tiempo. Pero no toda la vida.
Hace unos meses experimenté en primera persona algo que, por dentro, me hizo ser conocedora más plausiblemente de que hay situaciones que deben ocurrir como vienen, sea a la dimensión que sea. Sea a la magnitud que sea.
Es como si un susurro interno te dijera que, aunque lo intentaras, aunque te quitaras, aunque lo quisieras evitar, no podía haber sido de otra manera. Algo más allá que no vemos pero que siempre nos guía y nos protege, aunque no lo entendamos de forma consciente.
Algo que, a la larga, nos hace entender que debía ocurrir para aprender a descubrir multitud de dimensiones que, de no haber experimentado tal experiencia, nunca se habrían conocido.
Entre ellas, descubrí la fuerza inherente en el ser humano. No la mía. Ni mucho menos. Sino adentrarme bien en las entrañas del ser como tal, a partir del padecimiento propio.
Como amante de los comportamientos, conductas y personalidad del ser, me sirvió para conocernos en nuestra fase de mayor Luz y en nuestra fase de mayor Sombra. Y emplear dicha experiencia para una mayor comprensión del ser humano sin entrar en mayor juicio. Sin entender dicha comprensión como una justificación. Más bien, me gusta llamarlo "una amplitud de miras" para estar más atenta al mundo.
Una batalla no visible a los ojos pero sí a otro nivel. Un pulso donde el Bien y el Mal se vieron muy directamente a los ojos, descubriéndose el uno al otro en toda su esencia. Un pulso cuyo resultado no podría haberse realizado de otra manera, ni en otro momento. Era cuando debía ser.
Muchas veces creemos que las Sombras alcanzan mayor magnitud que la Luz. Pero hace más de diez años, alguien me dijo que bastaba un sólo rayo de luz para que se iluminara otra vez todo. Por tanto, la parte más oscura necesita siempre de luz para ser vista y viceversa. Es como el Yin y el Yang. Si no hubiera ambas dualidades, una no existiría sin la otra. Y sus dimensiones y propiedades no podrían ser conocidas.
La mayor recompensa ante el sufrimiento provocado por la Sombra, es el Silencio. Ese Silencio ensordecedor mudo para nuestros oídos físicos pero tan conversador para nuestro hálito interno. Tan difícil y a la vez tan sencillo. Tan tenue pero tan presente. Tan callado y a la vez tan sonoro.
Tantas barreras deben romperse, tantas dimensiones abiertas, tantas heridas recientes y cicatrices que cuentan su historia. Tantas puertas deben atravesarse en ese momento, tantos pensamientos rondan la cabeza, que al final, lo único que queda es retornar a la Fuente. A lo que nos da sentido. A lo lumínico. A lo místico, a lo sensible, a lo elevado, a lo bendito, a lo Santo. Sin dogmas, sin religiones, sin pertenencia a nada. Sólo mirar al Cielo y dejar que, "algo", comprenda tu sentir y se lo lleve meciendo los campos, entre los vaivenes del viento.
Es un sentir, por dentro, que todo estará bien aunque tú ni siquiera lo creas.
A pesar de todo lo vivido, de las lágrimas que muchas veces son de sangre y de un dolor desgarrador que sólo uno mismo conoce y que nadie más puede entender, la mayor recompensa fue tener la fuerza suficiente para sentir el Perdón en toda su magnitud y desde dentro de uno, de una forma serena y verdadera. Sin demasiado ruido. Porque mientras se perdona en Silencio, uno siente cómo vuelve a entrar la calma. La Luz.
Por otro lado, también sentir la dificultad para Bendecir de verdad. Desde un Alma a otra Alma. Bendecir almas cuando éstas, obran con la densidad o la sombra. Cuando nos hacen daño. Un daño que desgarra y que perfora nuestro interior.
Ese costo, ese costar, es como una barrera que hay que romper para volver de nuevo a la claridad. Es un intento que, aunque parece imposible, a la larga se puede llegar a sentir.
Cuando bendices, algo en ti cambia. Aunque el dolor de las marcas sea aún grande. Es como ponerse a prueba hasta ver dónde es capaz de llegar el ser humano. No yo. Ni la persona que me causó tal experiencia. Ninguno de los dos. Pero sí es descubrir desde dentro tantas cosas que, bajo situaciones convencionales o normales, no conoceríamos. Es ese esfuerzo, ese "voy a intentarlo", voy a intentar aceptar y sentir desde mi alma lo que es y cómo obra el poder de la Bendición. Sólo intentarlo.
En general, son situaciones que nos ponen tan al filo de la vida, que sólo queda estar al borde de algo que sólo nosotros sabemos, para que el impulso, la garra y la fuerza se acurruque en nosotros para no dejar que nos caigamos del todo.
Son vivencias tan al límite, de calibres tan inimaginables y que nunca pensamos, que tambalean todo nuestro mundo. Nuestro Universo. Lo que somos. Todo.
Pero hay una fuerza más allá que, a cambio de tu herida, regala algo que sólo se puede describir y sentir desde el mundo interno. Desde lo intangible. Desde el Silencio.
A veces desde una soledad que no da miedo sino desde un lugar en el que sólo quieras contemplar sin juicio, sin nada. En Paz. Contigo mismo y con todo el tiempo que necesites. La sociedad te marca el límite. Uno mismo es el que debe decidir cuándo sanar, nadie nos lo puede imponer.
Cuando perdonas, sanas. Y ahí comprendes que no se le puede pedir nada a nadie. Aunque eso no significa que no se deba establecer límites y darse a respetar, cuando así se requiere. Sólo que puedes vivir sin exigir y sí en comprender.
Cada uno obra con lo que lleva en su interior. Si cultivas sangre y heridas, herirás. Si cultivas flores, crecerás. Y en esa dualidad del Bien y del Mal, como decía al principio, nos encontramos hasta nuestra muerte. Pero uno decide cómo y con qué bastón, quiere caminar.
Ana G.E. Robles ©
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